Desde el paso del Gral. Manuel Belgrano, en tránsito a la campaña al Paraguay, y cuando cobijamos a los constituyentes de 1853, por las atenciones recibidas en ella, se denominó a la capital de la provincia, “La Ciudad Cordial”, distintivo característico y motivo de orgullo.
Lamentablemente este blasón, pierde paulatinamente su galanura, en mérito a errores cometidos, falta de previsión y por la ausencia de una gestión ambiental racional.
La década neoliberal del 90, y su inercia nefasta, mutó las reglas del planeamiento urbano, desertando el Estado municipal de una función que debería ser indelegable, sentando las bases de previsibles desastres futuros, que ojalá no ocurran, y den por tierra con mis apreciaciones pesimistas, en beneficio de todos.
No se puede desconocer o dudar que en la ciudad se estén produciendo hechos preocupantes y cada vez más reiterativos, cuyas causas deberán determinar con precisión los especialistas competentes. Pero, mientras aguardamos esos dictámenes, expreso algunas sospechas sobre el origen de aquellos impactan negativamente.
Salvando diferencias, como en Venecia, podemos afirmar que la ciudad fue construida sobre terrenos bajos, inundables y en gran parte, ganados al río por rellenos, en la confluencia del Salado con los humedales del Paraná.
En suelos inestables, con napas y acuíferos casi superficiales, se desarrolló en más de 400 años una ciudad de casas mayoritariamente chatas, que se mantuvo, salvo excepciones, inalterable hasta hace poco más de una década, en que la especulación inmobiliaria consolida la hegemonía de la rentabilidad y desde allí, los edificios en altura surgen como hongos después de la lluvia, sin ninguna evaluación de impacto ambiental (EIA) previa e integral, que mensurara las consecuencias indeseables que ello podría acarrear a la ciudad.
La falta de previsión y prevención, el aumento de la densidad poblacional en el microcentro, el deterioro de servicios sanitarios, con pronóstico de agravamiento y el nulo manejo de las cuencas subterráneas llevaron a la aparición, en forma reiterada, de cantidad de socavones de magnitud y dimensiones crecientes, que trastocan el paisaje vial urbano, agravando el ya desmadrado tránsito local.
Esos servicios, con redes de décadas de antigüedad, más allá de los mantenimientos y reparaciones, presentan falencias. Por lo que la demanda creciente y la mayor presión de bombeo, traen como lógica consecuencia, roturas de caños, con pérdidas de líquidos y el hundimiento de suelos.
El Arq. Osvaldo Guerrica Echevarría, dice: “Las fundaciones de los edificios en altura implican excavaciones de varios metros de profundidad que sobrepasan largamente las dos primeras napas de agua. Es a través de estas napas que los terrenos aún absorbentes acumulan el agua y la envían al estuario. La red de bases de hormigón construidas, constituyen subterráneamente un verdadero dique a la evacuación de las aguas, retrasando y muchas veces impidiendo el escurrimiento”.
Posiblemente estos diques subterráneos, desvíen los acuíferos hacia nuevos cauces que corran contiguo a ductos y cañerías, produciendo su descalce y los consecuentes socavones, los que pagaremos todos, mientras sólo unos pocos, se han beneficiado con el dejar hacer, dejar pasar, en materia urbanística.
Pese a la vigencia de la Ley Nacional N° 25675, que dispone: Cumplir una gestión sustentable y adecuada de preservación, conservación y recuperación del ambiente. Previniendo efectos nocivos o peligrosos de actividades antrópicas. Estableciendo mecanismos adecuados para la minimización de riesgos y emergencias ambientales y la recomposición de daños. Y que toda obra o actividad susceptible de degradar el ambiente estará sujeta a un procedimiento de evaluación de impacto ambiental previo, que deberán ser autorizados o rechazados por las autoridades. Las calamidades ocurren.
Es evidente que nada de lo prescripto se ha cumplido, menos la obligación de informar ambientalmente a la comunidad mediante audiencias públicas como instancias “obligatorias” para la autorización de actividades que puedan generar efectos negativos y significativos sobre el ambiente.
Estas quejas no obedecen a una actitud oportunista frente a algunas notas periodísticas sobre el tema, sino que son reiteración de presentaciones hechas ante distintos organismos, desde hace casi una década.
Por último y esperando que se tomen las previsiones necesarias que eviten tener que llorar sobre la leche derramada, en este caso el agua, lo dejo para que lo piense y me despido con temores en torno a la “ciudad resiliente” que nos han legado.
(*): El original de esta nota, tiene mucho más de 10 años de antigüedad.-
Fuente: Informe Norte – Noticias de la Zona Norte / Opinión / Ricardo Luis Mascheroni